Hace exactamente un año el título de esta columna fue “Armas de juguete para una guerra sin estrategia”, en alusión a la que el presidente Alberto Fernandez le había declarado a la inflación, que por entonces acumulaba una suba de 52,3% interanual. “Vamos a terminar con los especuladores y a poner las cosas en orden”, amenazó.
El Banco Central vendió más de US$550 millones y cerró la semana con el mayor rojo en ocho meses
Doce meses después, con el doble de inflación, ni siquiera vale la pena remarcar la aplastante derrota del Gobierno en esa supuesta guerra que, en realidad, es contra sus propias limitaciones debido a prejuicios políticos e ideológicos. Sí, en cambio, que la única constante es atribuirla a culpables ajenos para desviar la atención y/o tratar de minimizar sus efectos, a costa de desnudar su impotencia y generar más desconfianza.
Hasta hace poco fueron las empresas líderes, los supermercados, la oposición, los medios no oficialistas o el FMI. Ahora los culpables son, según la vocera presidencial Gabriela Cerruti, la sequía que en febrero disparó los precios de la carne y las compañías de telecomunicaciones, a las que acaba de fustigar por operar con una medida cautelar contra el DNU que en 2021, de un día para otro, las declaró servicio público y sujetas a regulación estatal. La cuestión está pendiente de un fallo de la Corte Suprema a cuyos jueces el oficialismo intenta infructuosamente remover, justo cuando se apresta a licitar las concesiones del espectro 5G, que requerirán millonarias inversiones en dólares durante los próximos años.
Aunque el relato no produce resultados, la funcionaria con rango ministerial no debería ignorar que, de los 12 grandes rubros que mide el Indec, nada menos que 10 tuvieron en febrero alzas superiores a 4,8% mensual. Esta generalización de aumentos es típica de los procesos de alta inflación, por más que los picos hayan sido de 9,8% en alimentos y bebidas, y de 7,8% en comunicaciones. Tampoco debe desconocer que el índice de marzo arrojará una suba más cercana a 7% que a 6% debido a la superposición de ajustes en precios relativos atrasados, como el transporte de pasajeros en el AMBA; combustibles; prepagas; colegios privados con subsidio estatal; gas natural, agua, telefonía móvil e internet, que en algunos casos fueron autorizados por el Gobierno e incluso serán indexados o escalonados en los próximos meses.
Con la inflación que cerrará el primer trimestre en torno de 20%, ya están quedando desactualizadas la pauta oficial de 60% anual incluida en el presupuesto 2023 y las paritarias con aumentos salariales fraccionados sobre esa base. También los ajustes de 3,2% mensual acordados hasta fin de junio para los productos no incluidos en el congelamiento de 2200 Precios Justos. Otro tanto ocurre con la nafta y el gasoil que, según las petroleras, habían ingresado a este programa con un rezago de 15% real, mayores costos de biocombustibles y fletes, y no saben qué ocurrirá a partir de abril tras el último ajuste de 3,8% aplicado esta semana.
La actual dinámica de aceleración inflacionaria a tres dígitos anuales aumenta la incertidumbre sobre los costos de reposición de stocks en cada eslabón de la cadena de producción, distribución y comercialización y hace que las empresas se cubran de antemano con mayores márgenes en los precios para no descapitalizarse y luego acomodarlos a la mayor o menor demanda. El mismo esquema se replica en servicios no regulados (plomeros, electricistas, pintores, peluquerías, gimnasios, playas de estacionamiento). De ahí que las expectativas de inflación para este año recogidas por Consensus Forescast entre varias consultoras económicas van desde un piso de 90% a un techo de 180% anual, con un promedio de 120/130% que en cualquier caso agrava los alarmantes niveles de indigencia y pobreza.
Todo muy lejos de la meta de 4/3% mensual para los próximos meses que se autoimpuso Sergio Massa como eventual presidenciable dentro de un Frente de Todos sin candidatos con chances. Incluso si Cristina Kirchner desistiera de su decisión de no presentarse para renovar su banca en el Senado por el distrito bonaerense, la gestión del ministro y del Banco Central se verían complicadas por el probable sobrevuelo de otro plan “platita” bajo el insólito enfoque K de que la emisión sin respaldo no provoca inflación, acompañados por mayores controles o congelamientos de precios.
Con márgenes políticos y económicos muy estrechos, el BCRA –que no deja de perder reservas y enfrenta un menor superávit comercial por la sequía–, se limitó ahora a achicar daños con la módica suba de la tasa de interés y el ritmo de ajuste del tipo de cambio oficial para tratar de “empatarle” a la inflación y absorber pesos. No obstante, lucen insuficientes cuando la amenaza de otra crisis financiera internacional aumenta la incertidumbre en los mercados externos y tiene su reflejo local sobre el dólar y los bonos.
Sin plan ni estrategia
Si bien transformó en un hábito la búsqueda de chivos expiatorios fuera del oficialismo, el gobierno del Frente de Todos no puede eludir su propia responsabilidad en la inflación récord de 102,5% interanual que registró la Argentina en febrero. En 2021, después de la pandemia, Alberto Fernández afirmó que no creía en los planes económicos de estabilización, mientras el entonces ministro Martín Guzmán demoraba la negociación del acuerdo con el FMI. Hace un año, cuando declaró la “guerra” a la inflación, después de la invasión de Rusia a Ucrania y la disparada del precio internacional de los alimentos y la energía, utilizó una sola arma: el Fondo de Estabilización del Trigo Argentino (FETA), financiado con la suba de dos puntos porcentuales en retenciones a la exportación de aceite y harina de soja, que revirtió la reducción acordada hace tres años con el sector agroexportador y aún se mantiene en vigencia. El objetivo fue subsidiar el precio de la harina a los molinos para bajar el del pan. Aún así, en ese lapso pasó de $270 el kilo a más de $500 en las panaderías, y la Argentina sigue siendo el único país de la región que aplica retenciones a las exportaciones agrícolas.
En ese momento, el Congreso acababa de aprobar contrarreloj la reestructuración de la deuda con el Fondo, que podría haber mejorado las expectativas económicas. Pero Máximo Kirchner renunció a la presidencia del bloque de diputados del FdT y Cristina Kirchner no ahorró críticas por escrito al acuerdo, mientras el Instituto Patria rechazaba el ajuste de tarifas energéticas para bajar subsidios, hasta forzar la renuncia de Guzmán. En ese lapso se sucedieron tres ministros de Economía, cuatro secretarios de Comercio, y la inflación interanual se duplicó. Aún hoy, el kirchnerismo cuestiona la última revisión del programa con el FMI y defiende la nueva moratoria previsional que aumentará el crónico déficit de la Anses.
En este contexto, el único plan posible es el “Aguantar.AR”. O sea, parches y conejos extraídos de la galera para llegar a las elecciones sin una implosión macroeconómica, a cuenta de la herencia que recibirá el próximo gobierno
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